¿Existe la enfermedad mental?


Lawrence Stevens, J.D.
Traducido por César Tort, Ciudad de México, México

Todo diagnóstico y tratamiento en psiquiatría, especialmente en psiquiatría biologista, presupone la existencia de algo llamado enfermedad mental, conocido también como trastorno mental.

¿Pero qué se quiere decir exactamente con “enfermedad” o “trastorno”? Semánticamente, enfermedad (dicese en inglés) significa simplemente lo opuesto a tranquilidad o alivio (lease en inglés). Pero por enfermedad no queremos decir cualquier cosa que perturbe la tranquilidad, ya que tal definición significaría que perder un empleo o los problemas que acarrean las guerras, las depresiones económicas o las riñas con la pareja serían “enfermedades”. En su libro ¿Es hereditario el alcoholismo? el psiquiatra Donald W. Goodwin habla de la definición de enfermedad y concluye: “Las enfermedades son algo por lo que la gente va a ver doctores... Se les consulta a los médicos acerca del problema de alcoholismo y por consiguiente el alcoholismo se convierte, por definición, en una enfermedad (Ballantine Books, 1988, p. 61). De aceptar esta definición — por ejemplo, que por alguna razón la gente consultara a los doctores sobre cómo sacar la economía de la recesión o cómo resolver los problemas conyugales o con una nación vecina —, estos problemas calificarían como enfermedades. Pero claramente esto no es lo que se quiere decir con “enfermedad”. En su exposición sobre el significado de enfermedad, el Dr. Goodwin reconoce que existe “una definición más estrecha de enfermedad que requiere de una anomalía biológica” (ibid.). En este artículo mostraré que no hay anomalías biológicas responsables de las llamadas enfermedades o trastornos mentales porque la enfermedad mental no tiene existencia biológica. Lo que es más, mostraré que la enfermedad mental tampoco tiene una existencia no biológica, excepto en el sentido que el término se usa para indicar desaprobación de algún aspecto de la mentalidad de la persona.

La idea que la enfermedad mental es una entidad biológica es fácil de refutar. En 1988 el Dr. Seymour S. Kety, profesor emérito de neurociencia en psiquiatría, y el Dr. Steven Matthysse, profesor asociado de psicobiología, ambos de la Escuela Médica de Harvard, constataron: “una lectura imparcial de la literatura reciente no nos proporciona la esperada clarificación de la hipótesis de la catecolamina, ni provee evidencia persuasiva sobre otras diferencias biológicas que pueden caracterizar los cerebros de pacientes que padecen una enfermedad mental” (La nueva guía Harvard de siquiatría, Harvard Univ. Press, p. 148). En 1992 un panel de expertos reunidos por la Oficina del Congreso Americano de Evaluación Tecnológica concluyó: “Muchas preguntas quedan sin contestar acerca de la biología de los trastornos mentales. De hecho, las investigaciones aún tienen que identificar causas biológicas específicas para cualquiera de estos trastornos... Los trastornos mentales se clasifican sobre la base de síntomas porque aún no existen signos biológicos o pruebas de laboratorio para ellos” (La biología de los trastornos mentales, U.S. Gov’t Printing Office, 1992, pp. 13 & 46). En su libro Guía básica sobre medicamentos psiquiátricos, el profesor de la Universidad de Columbia, el Dr. Jack M. Gorman dijo: “Realmente no sabemos qué causa cualquier enfermedad psiquiátrica” (St. Martin’s Press, 1990, p. 316). En su libro La nueva psiquiatría, otro profesor de la misma universidad, el Dr. Jerrold S. Maxmen, dijo: “Es un hecho no reconocido el que los psiquiatras son los únicos especialistas médicos que tratan trastornos que, por definición, no tienen causas o curaciones conocidas... Un diagnóstico debe indicar la causa del trastorno mental, pero como diré posteriormente, como las etiologías de la mayoría de los trastornos mentales es desconocida, los actuales sistemas de diagnóstico no pueden reflejarlos” (Mentor, 1985, pp. 19 & 36, énfasis en el original). En su libro Psiquiatría tóxica, el Dr. Peter Breggin dijo: “no hay evidencia que cualquiera de los trastornos psicológicos o psiquiátricos tenga un componente genético o biológico” (St. Martin’s Press, 1991, p. 291).

Algunas veces se dice que el que las drogas psiquiátricas “curen” un pensamiento, emociones o conducta que se denomine enfermedad mental, demuestra la existencia de causas biológicas en las enfermedades mentales. Este argumento es fácilmente refutado. Supongamos que alguien toca el piano y que no nos guste que lo haga. Supongamos que lo forcemos a que tome una droga que lo invalide tanto que ya no pueda tocar más. ¿Probaría eso que su afición musical era causada por una anomalía biológica que fue curada por la droga? Esta forma de pensar, tan tonta como parece, es común entre los psiquiatras. La mayoría de las drogas psiquiátricas (si no es que todas) son neurotóxicas, esto es, producen en mayor o menor grado una incapacitación neurológica generalizada: detienen la conducta que disgusta a algunos, incapacitando tanto a la persona que ya no puede sentirse enojada, infeliz o deprimida. Pero llamarle a esto “curación” es absurdo, tan absurdo como la extrapolación que la droga le debió haber curado a tal persona una anomalía biológica, misma que causó las emociones o conductas que a algunos les disgustaron.

Cuando son confrontados con la falta de pruebas que la enfermedad mental es una entidad biológica, algunos defensores de tal creencia dirán que las “enfermedades” sí existen y que pueden definirse como tales sin que haya una anomalía biológica que la cause. La idea de una enfermedad mental como una entidad no biológica requiere de una refutación más extensa que la postura biologista.

Se cree que la gente está enferma mentalmente sólo cuando su pensar, emoción o conducta es contraria a lo que es considerado aceptable, es decir, cuando a otros (o a los pacientes mismos) no les gusta algo acerca de ellos. Una manera de ver el absurdo de llamarle a una cosa enfermedad, no porque haya anomalía biológica sino porque algo nos disgusta en una persona, es observar cómo difieren los valores de una cultura a otra y cómo cambian con el tiempo.

En su libro La psicología de la autoestima, el psicólogo Nathaniel Branden escribió: “Una de las tareas de la psicología es proveer definiciones para salud mental y enfermedad mental... Pero no existe acuerdo general entre sicólogos y siquiatras sobre la naturaleza de éstas; no hay ni definiciones aceptadas ni un parámetro para comparar un estado psicológico con otro. Muchos escritores dicen que es imposible establecer definiciones o estándares básicos, esto es, un concepto universal de salud mental. Estos escritores aseveran que debido a que una conducta es considerada normal y saludable en una cultura, pero neurótica o aberrante en otra, todo es una cuestión de prejuicios culturales. Quienes mantienen esta posición insisten que lo más que uno puede hacer es definir la salud mental como el acato a las normas culturales, declarando que el hombre está psicológicamente sano en la medida en que esté adaptado a su cultura... La pregunta obvia que surge ante tal definición es ¿qué pasa si los valores y normas de una sociedad dada son irracionales? ¿Puede la salud mental consistir en estar adaptado a tal irracionalidad? ¿Qué decir de la Alemania nazi, por ejemplo? ¿Es un empleado del estado nazi que se siente sereno y feliz en tal régimen un caso de salud mental?” (Bantam Books, 1969, pp. 95s, énfasis en el original). El Dr. Branden dijo aquí muchas cosas. Primero, confundió la moralidad con la racionalidad, diciendo que el respeto a los derechos humanos es racional cuando, de hecho, no es una cuestión de racionalidad sino más bien de moralidad. Además de ser incapaz de ver la diferencia, el Dr. Branden confiesa sus valores: que el respecto a los derechos humanos es bueno y que la violación de los mismos (como en el nazismo) es malo. Pero luego dice: violar estos valores es “irracional” o enfermedad mental. Aunque los practicantes de psiquiatría y de psicología “clínica” no lo admitirán, estas disciplinas tratan esencialmente de valores — valores ocultos bajo la manta de un lenguaje que hace que nos parezca que no son valores sino que se habla de promover la “salud”. Mi respuesta al Dr. Branden es la siguiente: Una persona que viva en la Alemania nazi y que esté bien adaptado a la misma anteriormente era considerado “mentalmente sano” por esa sociedad, pero si lo juzgamos con los valores de una sociedad que respeta los derechos humanos estaba “enfermo”, como el resto de su cultura. Sin embargo, alguien como yo añadiría que tal persona estaba moralmente “enferma” reconociendo que la palabra no tiene sino un significado metafórico. Para alguien como el Dr. Branden, que cree en el mito de la enfermedad mental, esa persona está literalmente enferma y necesita de un doctor. La diferencia es que yo reconozco mis valores por lo que en realidad son: moralidad. Es común que un creyente en el concepto de enfermedad mental, como el Dr. Branden en el citado pasaje, tenga los mismos valores que los míos pero que los confunda con el concepto de salud.

Uno de los casos que mejor ejemplifica lo dicho arriba es el del homosexualismo. Hasta 1973 éste fue definido oficialmente como enfermedad mental por la Asociación Psiquiátrica Americana, pero no a partir de ese año. La homosexualidad estaba definida como trastorno mental en la página 44 del texto de referencia DSM-II: Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (segunda edición), publicado en 1968. En ese libro la homosexualidad es categorizada como “desviación sexual” en la citada página. En 1973 la Asociación Psiquiátrica Americana votó para remover la homosexualidad de sus categorías diagnósticas de enfermedades mentales (véase “Una curación instantánea” en la revista Time del 1 abril 1974, p. 45.) De manera que cuando la tercera edición del DSM se publicó en 1980, observó que “en sí misma, la homosexualidad no es una enfermedad o trastorno” (p. 282). La edición de 1987 del Manual Merck de diagnóstico y terapia dice: “La Asociación Psiquiátrica Americana ya no considera a la homosexualidad una enfermedad psiquiátrica” (p. 1495). Si la enfermedad mental fuera realmente una enfermedad en el mismo sentido que las enfermedades físicas, la idea de descalificar a la homosexualidad o cualquiera otra mediante el voto sería tan absurdo como que un grupo de médicos descalifiquen el cáncer o la diabetes de la categoría de enfermedad. Pero la enfermedad mental no es una enfermedad como las otras. A diferencia de las enfermedades físicas donde hay hechos físicos que tratar, las “enfermedad” mental es completamente una cuestión de valores, de lo correcto y lo equivocado, de lo apropiado y lo inapropiado. En otro tiempo la homosexualidad parecía tan extraña y difícil de entender que fue necesario invocar el concepto de enfermedad mental para explicarla. Pero una vez que los homosexuales se movilizaron, mostraron su fuerza numérica y demandaron al menos cierta aceptación social, ya no se consideró apropiado explicar la homosexualidad como una enfermedad.

Un caso que se refiere a diferentes culturas es el del suicidio. En muchos países como Estados Unidos y la Gran Bretaña una persona que se suicida, que intente hacerlo o que piense seriamente en el suicidio es considerada mentalmente enferma. Sin embargo, esto no siempre ha sido así en la historia, ni siquiera en toda cultura contemporánea. En su libro ¿Por qué el suicidio? el sicólogo Eustace Chesser señala: “Ni el hinduismo ni el budismo mantienen objeciones intrínsecas al suicidio, y en algunas formas de budismo se considera meritoria la autoincineración”. También señala que “Los celtas se burlaban de esperar la vejez. Creían que los que se suicidaban antes de perder sus facultades se iban al cielo, y que los seniles que morían de enfermedad se iban al infierno — una interesante inversión de la doctrina cristiana” (Arrow Books Ltd., 1968, pp. 121s). En su libro Luchando contra la depresión, el psicólogo Harvey M. Ross señala: “Algunas culturas esperan que la esposa se eche a la pira funeral de su esposo” (Larchmont Books, 1975, p. 20). Probablemente el mejor ejemplo de una sociedad donde el suicidio es aceptado socialmente es el Japón. En lugar de considerar el hara-kiri como resultado de una enfermedad mental, en algunas circunstancias los japoneses lo consideran normal y aceptable, como cuando salvaguardan su honor o si un japonés es humillado por algún fracaso. Otro ejemplo que muestra que para los japoneses el suicidio es considerado normal, y no algo loco, fueron los pilotos kamikaze que en la segunda guerra mundial se usaron contra la marina norteamericana. Se les daba suficiente combustible para un viaje de ida, una misión suicida, donde localizaban a las fuerzas navales americanas y deliberadamente estrellaban sus aviones en los barcos enemigos. Nunca ha habido un kamikaze americano, o cuando menos ninguno promovido oficialmente por el gobierno de Estados Unidos. La razón de esto radica en las diferentes actitudes hacia el suicidio en este país y el Japón. ¿Puede cometerse el suicidio sólo por personas con enfermedades psiquiátricas en Estados Unidos y por personas normales en Japón? ¿O es la aceptación del suicidio en Japón un fallo de ver anomalías psicológicas en una persona? ¿Estaban los pilotos kamikaze mentalmente enfermos, o simplemente provenían de valores diferentes a los nuestros? Pero incluso en los Estados Unidos ¿no se realizan actos virtualmente suicidas para salvar a otros soldados o al propio país durante guerras, y no se les considera enfermedad sino valentía? ¿Por qué creemos que éstos son héroes y no lunáticos? Parece que condenamos (o “diagnosticamos”) a los suicidas como locos o enfermos sólo cuando terminan sus vidas por razones egoístas (como “¡Es que ya no puedo más!”) más bien que cuando benefician a otros. El punto en cuestión parece ser éste y no el suicidio.

Lo que demuestran estos ejemplos es que la “enfermedad mental” es simplemente el desviarse de lo que la gente quiere o espera en una sociedad en particular. La “enfermedad mental” es cualquier cosa en una mentalidad humana que ocasione gran disgusto en otra persona que lo describe así.

Esta situación puede resumirse en lo dicho en un artículo de la revista OMNI (noviembre 1986): “Los trastornos vienen y se van. Incluso el concepto de Sigmund Freud sobre la neurosis se abandonó en el DSM-III original (1980). Y en 1973 los miembros de la Asociación Psiquiátrica Americana votaron para borrar todas las referencias de la homosexualidad como trastorno. Antes del voto, el ser gay era considerado un problema. Después del voto el trastorno se relegó a la bodega de antigüedades psiquiátrica. ‘Es una cuestión de moda’ — dijo el Dr. John Spiegel de la Universidad de Brandeis, quien fue presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana en 1973 cuando el debate sobre la homosexualidad tuvo lugar —. ‘Y las modas cambian’” (p. 30).

Lo que está mal con este enfoque es decir que alguien tiene una “enfermedad” psiquiátrica sólo porque él o ella no encaja en el cuadro del supuesto diagnosticador o con las ideas de otros sobre cómo “debe ser” respecto a los estándares de vestirse, conducta, pensamiento u opinión. Claro, cuando esto involucra violar los derechos de otros, el no acatarse a las normas o valores sociales debe detenerse por medio de la ley. Pero el llamarle a una conducta que no nos gusta “enfermedad”, o el suponer que debe estar causada por una enfermedad sólo porque es inaceptable para los valores actuales, carece de sentido. Nosotros le llamamos así porque no conocemos las verdaderas razones del pensamiento, emociones o conducta que nos desagradan. Cuando no entendemos estas razones, creamos mitos para dar una explicación. En siglos anteriores la gente usó mitos como espíritus malignos o posesiones demoníacas para explicar un pensamiento o conducta inaceptables. Actualmente la mayoría de nosotros creemos en el mito de la enfermedad mental. Creer en entidades mitológicas como espíritus malignos o enfermedades mentales nos da la ilusión de que creer el mito es más reconfortante que reconocer nuestra ignorancia.

El llamar al pensamiento, emociones o conducta inaceptables una enfermedad mental podría perdonarse si el concepto “enfermedad mental” fuera un mito útil, pero no lo es. En lugar de ayudarnos a entender cómo tratar a gente con problemas, o a gente problemática, el mito de la enfermedad mental nos distrae de los problemas reales que requieren enfrentarse. En vez de estar causados por “desequilibrios químicos” u otros problema biológicos, el desacato a las normas y las reacciones emocionales que les llamamos enfermedades mentales son el resultado de dificultades que la gente tiene para satisfacer sus necesidades, y también tal conducta es resultado de lo que esta gente ha aprendido en sus vidas. La solución es enseñarle a la gente cómo satisfacer sus necesidades, cómo comportarse y usar cualquier posición que tengan en la sociedad para forzar a otros a respetar sus derechos. Éste es un trabajo de educación y de vigencia de la ley, no de medicina o de terapias.

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